Bah, calla yo tengo la razón… estás pareciendo un viejo amargado.
—el efervescente sonido después de abrir la débil anilla de una cerveza en lata, rebotaba cómo un murmullo en el interior de mi cabeza: sentía un eco diría yo, que me acercaba a un nítido recuerdo de la niñez.
Creo que me había ido por algunos minutos del presente inmediato, parecía más bien una especie de estado violento, como cuándo siento que la prisa tiende a salir junto a una especie de comezón y cuándo eso pasa, es cómo si las cicatrices que desaparecieron hace años en mis rodillas, espalda y brazos se movieran por sí solas, especialmente cuando estoy compartiendo confusas palabras con mi hermano. Pero estando ahí, cómo retratado y enterrado en pensamientos, nacía un curioso flash de anécdotas de maldad…, abofeteando todo mi rostro, despertando a un singular embuste: porque hasta ese momento, parecía que lo tenía todo registrado en una especie de incomprensible archivo mental. Aunque quizá, era la cerveza que aumentaba mi sensibilidad a ruidosos carraspeos o entrecortados escupitajos roncos que se sentían de modo aledaño a la conversación, pero supongo yo que eran las voces que daba el Roro, mi hermanito y que precisamente no eran fieles de los hechos que habían rebotado en mi cabeza hace un rato. Noté, además, un seco golpe a la mesa: cómo sólo saben hacer los expertos refutadores con miradas de desprecio.
Era él, el Roro diciéndome que era yo el que parecía o era un abuelo, que lo único que hace es consentir a los nietos, —aludiendo a la última palabra que dije, después de la búsqueda de mi borroso recuerdo: y, en suma, recobraba paulatinamente la serenidad que siempre me ha caracterizado, junto a la noción de tiempo espacio que abría paso, al debate.
... No puedes estar en contra de lo que es evidente, dijo mi hermano con un llanto reprimido y mirando al cielo, —sigo teniendo la razón, estos niños de hoy son estúpidamente mucho más despiertos que nosotros cuándo éramos chicos. ¡Acuérdate! Dijo, apuntando con el dedo a los infiernos. Acuérdate cómo nos meábamos de miedo con aquellas horribles historias del viejo del saco, la llorona o el pájaro tue tue, y de lo mucho que también nos creíamos todo en los cómics, la televisión, y cuándo soñábamos despiertos corriendo con una toalla en el cuello, decididos sin remedio y sin arrepentimientos, como convencidos a volar por los aires igual que Superman. Esos ¡esos! eran los mejores tiempos, la inocencia hasta los doce o catorce años..., pero yo seguía ido con recuerdos desmembrados, mientras que mi hermano continuaba alegando sólo.
—Y yo lo miraba cómo consultando fechas, escrutando lugares o pensando, filtrando nombres que trataba de retener en ese instante. Para que de forma inmediata y sistemáticamente pueda encontrar pequeños detalles o reflejos, cómo referencias al prototipo de algo familiar, tratando de tomar nota de ello: hasta que logré recrear en mi mente los juegos de la infancia, que con otros chicos inventábamos en minutos y de añadidura, fruncir el ceño a una de las tantas fechorías que me hizo mi hermano cuándo éramos chicos. Y encerrado en ese pensamiento, ejercitando la vista en algún mundo paralelo al nuestro, recordé, de modo involuntario unas cuántas anécdotas: como si fuese para restregarle en la cara lo malo que fue conmigo en esos años; los años de escondidas, pintas, guerras de las manzanas y mirando fijamente a mi hermano, me transporté sonriente a aquel entonces. Y me sobrevino una lluvia de emociones, junto con aquellos inolvidables veranos. Tratábamos de no aburrirnos al juntarnos, había primos y vecinos que fácilmente sumábamos cerca de nueve chicos o diez. Fuimos un montón de niños aplicados en hacer desmadres. Amigos de barrio, oliendo el dulce sabor a hierba después del sereno, cuándo éramos todos iguales: estoy hablando de aquellos hermosos espacios verdes. Potreros y sembradíos hasta dónde llegaba la vista con acequias y pájaros tremendamente confiados. Canales, animales y árboles frutales, —y todas las paradojas temporales que se suele vivir siendo testigo de tales historias. Solamente bastaba atravesar la calle y teníamos un mundo entero para matar el aburrimiento, con ese trozo de juventud que no cansa. Eso que ahora en el presente está perdido, porque vivimos en una edad dominada por la tecnología.
Cómo siempre por esos años, intentábamos casi sin darnos cuenta de no repetir los juegos y agrupándonos en un semicírculo empezábamos a dar ideas uno tras otro. Ideas que iban desde olimpiadas de cazar lagartijas a orillas de arbustos de zarzamoras, correr tras una pelota hecha de trapos viejos, montar a capela las yeguas que estaban pastando entre los surcos de cosechas secas; hasta realizar competencias de barcos fabricados con madera. Barcos vagamente construidos a clavos oxidados o amarrados con hilos que tirábamos (a veces prendiéndoles fuego) al canal que estaba adornado de grandes sauces llorones.
Josélo, que era un muchacho algo mayor que nosotros, levantó la mano, cómo si se tratase de una sala de clases y dijo arrebatado: juguemos A LA PINTA CON ORTIGAS, se incorporó mi primo el Richard, que empezó a buscar ortigas y sin que nadie lo viera lanzó al grupo un montón de pasto asustándonos. Se llevó un sinnúmero de garabatos, —mientras yo, sudando, sentía una condenada comezón que podía sentir hasta en las profundidades punzantes de todos mis poros, porque cada vez que veo una o escucho la palabra “ortiga” una mano se me va sola al brazo o a la espalda y vi cómo algunos del grupo movían la cabeza en señal de desaprobación, o eso creía yo. La pinta, que es por excelencia un juego de colegio: era transformada por nosotros de manera macabra, porque este invento radicaba en correr desaforadamente por la chacra, arrancando del que nos salía a pillar, esquivando las hendiduras del sembradío, por entre medio de las deshidratadas cañas de maíz, —tratando de no topar sus largas hojas que eran crueles y filosas. Bien, el inocente juego consistía en ir a dorso desnudo y pillar a quien sea: pintándolo a muerte con la famosa ortiga, que estaba cubierta desde su base con papel de diario para que el castigador no se ortigue, dándole una lección ejemplar al capturado, espinando e irritando el cuerpo de la víctima. (perdón, del niño).
—Como en todo inocente juego, votábamos democráticamente antes de decidirnos a jugar tales aberraciones. Como era de esperar, se desistió de la idea, porque en pintas anteriores, muchos de nosotros, incluyéndome; terminamos con fiebre y grotescos sarpullidos, dada la comezón que causa esa condenada ortiga...